Comentario
Existe una tradición, machaconamente repetida por los textos antiguos, según la cual Alejandro sólo permitió que representasen sus facciones Lisipo en escultura, Apeles en pintura y un grabador del que poco sabemos, llamado Pirgóteles, en las gemas. Es posible que así ocurriese durante un tiempo; pero lo cierto es que pronto, y desde luego a partir de la muerte del gran conquistador, su figura, ya mitificada, se convirtió en patrimonio común.
Fruto de ello son obras que no pueden faltar cuando evocamos a Alejandro. ¿Cómo dejar en el tintero, por ejemplo, el Mosaico de Alejandro, esa magnífica copia de un cuadro de batalla realizado, según se piensa, hacia la época en que su protagonista murió? Allí, en esa pintura que suele atribuirse a Filóxeno de Eretria, un maestro tebano-ático, se pueden contemplar los últimos esplendores de la tetracromía y la conquista del suelo en perspectiva, además de un repertorio de miradas dramáticas y de cruce de escorzos verdaderamente abrumador, y todo ello junto a reflejos, brillos de armas y una composición tan hábil que perdurará en la iconografía bélica hasta la época romana imperial.
Y ¿cómo olvidar, finalmente, esa joya del Museo de Estambul que conocemos con el nombre convencional de Sarcófago de Alejandro? Obra salida probablemente de talleres áticos, nos muestra en sus animados combates y en sus cacerías regias el ideal de síntesis entre griegos y persas que el conquistador había propugnado. Haciéndolo tallar, el rey Abdalónimo de Sidón quiso dejarnos un recuerdo de lo que pronto se revelaría como utopía imposible.